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WASTE MAGAZINE /  MERCHE S. CALLE * JUAN ENRIQUE GÓMEZ * © Textos, fotos, vídeos
© JUAN ENRIQUE GÓMEZ * MERCHE S. CALLE

FOTO: J. E. GÓMEZ



Una mirada al mar

SUB, cuaderno de especies, el litoral mediterráneo

JUAN ENRIQUE GÓMEZ Y MERCHE S. CALLE * WASTE MAGAZINE

Al caer la tarde las doncellas -Coris julis - se entierran en la arena. Los salmonetes de rayas rojas y amarillas -Mullus surmulletus - buscan un refugio entre las rocas. Alevines de cientos de especies se quedan quietos entre la vegetación. Morenas y cóngrios comienzan su jornada nocturna de caza. A su vez otros depredadores se acercan a las costas. Pero horas antes, cuando el sol iluminaba las aguas someras del Mediterráneo, el espacio fronterizo entre las grandes profundidades y la tierra se convertía en un centro de frenética actividad, el espacio perfecto para conocer la evolución y el comportamiento de especies animales perfectamente conocidas en los mercados de todo el mundo pero desconocidas en sus pautas y comportamientos. Los habitantes de ese inmenso hábitat donde el agua es el medio de vida no difieren de los del resto de espacios ecológicos más que en sus formas externas.

Una rápida inmersión en aguas poco profundas sirve para contemplar los diferentes ciclos de la vida animal en todo su esplendor. Desde la orilla, a sólo unos metros de distancia, pueden verse pequeñas burbujas de aire, tímidos movimientos en la superficie del mar. Son pequeños peces que intentan recoger los residuos orgánicos, animales y vegetales que se encuentran suspendidos, llevados a la deriva por la corriente. Bogas -Boops boops-, obladas -Oblada melanura -, que en pequeños bancos, prefieren las aguas someras para sus correrías diurnas en busca de alimento. Realizan incursiones hacia la frontera de un mundo donde el aire les mataría. Bajo esa línea, generalmente agitada por el viento, se esconde un universo fascinante y cada vez más deteriorado por la acción del hombre.
Muy cerca del rompiente, a menos de dos metros de profundidad el mar se muestra en todo su esplendor. Una pareja de doncellas, alargadas, suaves en sus formas y movimientos arrancan con sus fuertes labios, prominentes, el alimento de entre las algas pegadas a las rocas.

Junto a ellas, casi siempre, un salmonete de roca adulto. Mientras los jóvenes nadan en grupos de ocho a diez ejemplares y remueven con sus barbas la arena de la que extraen pequeños crustáceos para comer, los adultos, solitarios, buscan la compañía de las doncellas. Aprovechan los detritus arrancados por ellas para alimentarse sin esfuerzo. Lo hacen, doncellas y salmonetes, en un territorio que previamente han disputado con salpas -Boops salpa- y algún espárido. Esto ocurre junto a piedras y rocas, muy cerca de la línea de arena. Entre las piedras se refugian los bancos de alevines, son minúsculos, frágiles ante cualquier ataque de los elementos o de los depredadores. Se apiñan en grupos muy numerosos.


El instinto de conservación les hace moverse al unísono, como si de un único animal se tratase. Se quedan quietos, estáticos y de pronto, ante cualquier señal de peligro, corren con una rapidez inusitada. Todos a la vez, en la misma dirección. Cerca, muy cerca, algunos ejemplares adultos de la misma especie, vigilan y rodean los cardúmenes. No son especialmente celosos de la vigilancia, pero la realizan al igual que los grandes mamíferos protegen a sus crías. Es fácil encontrar grandes bancos de alevines de bogas, chuclas y obladas rodeados por algunos ejemplares adultos.
Otros espáridos no forman bancos. Se ven fácilmente junto a las rocas y bloques cerca de la costa. Los pequeños espáridos -Diplodus annularis, D. vulgaris, D. sargus- son un tanto despegados, les gusta nadar en solitario sobre las rocas, comiendo entre las algas. A veces se juntan en grupos de cuatro o cinco pequeños ejemplares, no importa de que especie sean, los Diplodus se mezclan entre ellos. Pero a poca distancia, sin aparentar cuidados especiales, algún ejemplar adulto de Diplodus observa las evoluciones de los pequeños. Posiblemente les alertarán ante la presencia de algún peligro.

En esas mismas rocas nada, majestuoso, el sargo imperial -Diplodus cervinus- Cuando es viejo prefiere las aguas con profundidades superiores a los 10 metros, pero en su infancia y juventud es habitual de aguas someras. Los jóvenes se relacionan con el resto de Diplodus , pero marcan su territorio. Su nadar pausado, ondulando las grandes franjas oscuras de su lomo, con sus grandes ojos amarillos, atrae la atención sobre él. Por ese motivo siempre está junto a oquedades de rocas. Un rápido movimiento de aletas y se ocultará entre las piedras. Antes de buscar aguas más profundas y convertirse en un solitario, ocupará un territorio que podrá compartir con otras especies, como el mero de carácter tranquilo y que cuando son jóvenes también prefieren aguas menos profundas.


Diplodus vulgaris

Es fácil encontrar un sargo junto a un mero en una grieta y volverlos a ver varios días después en el mismo lugar. Sobre algunas rocas el sol arranca brillos plateados y dorados del cuerpo de las salpas. Se arremolinan en un mismo espacio para comer. Todos a una. Se mueven como los alevines, con una coordinación perfecta de manada. Los bancos de bogas, sus parientes, nadan sobre ellos, a media profundidad. Rápidos, casi transparentes, dejando la impresión de cientos de líneas verde plateadas en el agua. La nota de color la ponen los fredis -Thalasoma pavo-, nadan entre las piedras, siempre cerca de grandes rocas y paredes. Pasan junto al resto de las especies sin inmutarse, aparentemente ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Casi siempre en parejas, con sus llamativas libreas azuladas, con rayas verdosas y amarillas. Buscan sin cesar entre las algas. Huyen ante cualquier presencia inesperada. Rápidos y escurridizos. Atrás han dejado a sus alevines. Se han quedado entre las grietas más ocultas. También en grupos de dos o cuatro ejemplares no parecen tener protección de sus congéneres. Las oquedades son su refugio. Se encuentran en las zonas más alejadas de la línea de arena porque esa línea es la frontera para la mayoría de los depredadores.

Allí no hay donde resguardarse. En esa línea, generalmente más profunda y expuesta a las corrientes, aparecen los dentones, las doradas, las corvinas y las escasas lubinas que aún quedan. Sólo las castañuelas -Chromis chromis -, se aventuran a mantenerse mandando, casi estáticos, en esa frontera entre el abrigo de las rocas y el mar abierto, aunque siempre cerca de la pared. Allí han quedado los alevines de azul intenso de esta especie. Se podría pensar que desde la línea del mar abierto vigilan atentamente, pero la realidad es que no ocultan a sus retoños ante presencias inesperadas, ni hacen frente, cara a cara, al contrario de las cabrillas -Serranus cabrilla -, pequeños y valientes, que dan una lección de arrogancia y decisión. Se quedan estáticos moviendo las aletas y de cara a su presunto agresor, aunque sea tan grande como un buceador. Junto a los rompientes, donde la marea bate las olas y provoca remolinos de espuma, nadan, rápidas y en formación paramilitar, las lisas - Mugil cephalus -. Han proliferado en los últimos años, el incremento de materia orgánica en el agua del mar les ha ayudado a crecer y a multiplicarse. Se ven pequeños bancos de lisas jóvenes entre los rompientes, muy cerca de la superficie, rozando con sus lomos el aire exterior. Siempre están atentas, listas para huir del peligro. Los ejemplares adultos, algo más alejados del rompiente, de los torbellinos de burbujas, nadan en la misma dirección que el banco de jóvenes. Algunas lisas de gran tamaño se hacen solitarias. Nadan cerca de las grandes rocas. Rehuyen la compañía de otras especies.

Alejados de las rocas, de las paredes, donde el fondo se convierte en un pedregal, continúan las evoluciones de los Diplodus, salpas y doncellas... Pero allí, al abrigo de las piedras, conviven otros ejemplos de la vida en las aguas poco profundas del mar. El arabesco azulado que adorna la cara del escriba -Serranus scriba-, se deja ver entre dos oquedades de piedras. En sus lentas evoluciones se aprecian sus gruesas rayas oscuras. Su gran mancha azulada en el vientre, y esos dibujos de trazo árabe en la cabeza. Al ser sorprendido se esconde. Pasará mucho tiempo antes de que se recupere del susto y vuelva a salir de debajo de la piedra. Junto a él los Crenilabrus. Vaquetas y tincas, próximos siempre a las piedras. Muy territoriales defienden su pequeño espacio de la presencia de doncellas, e incluso de pulpos y jibias. A menos de tres metros de profundidad un tinca expulsa, en forma de remolinos, los restos de la comida que ha ingerido. Es su forma para marcar el territorio. Ni siquiera los bancos de salpas que buscan comida entre las rocas se atreven a desafiar al tinca. Hay otras piedras y otras algas.

Le ocurre lo mismo a casi todos los pequeños habitantes de los pedregales. Los gobios, esos pequeños peces siempre pegados a las rocas, que andan más que nadan sobre las piedras, defienden su territorio a capa y espada. Se mantienen quietos sobre la superficie de su espacio territorial, a la espera de sus pequeñas presas, pero la presencia de doncellas, salpas o Diplodus, no les espantan. Les hacen frente. Ante un peligro mayor se esconden marcha atrás en sus guaridas, pero siempre dejan la cabeza fuera. Indica claramente que esa es su casa. Suelen permitir la presencia de erizos, estrellas y anémonas junto a sus guaridas, les ayudan a defenderla.

Bajo alguna piedra, en la parte más oscura, puede estar la sorpresa del color. El reyezuelo, muy escaso a poca profundidad, esperará bajo la piedra a que la luz se haya ido. Sus grandes ojos rayados de blanco, mirarán al intruso. Se hundirá aún más en la oscuridad ante la presencia de un extraño. Ya casi no hay pulpos ni jibias. Entre las piedras pueden verse pequeños pulpos a poca profundidad, cada vez son menos. Es el objetivo preferido del depredador humano. Camuflados, tornados al color de la piedra, sólo serán visibles si se mueven. De esta forma esperan a sus presas, pequeños peces que envuelven con sus tentáculos. Las doncellas, tradicionalmente tímidas y asustadizas, les hacen frente, les incordian hasta alejarles de sus espacios de caza. En la vuelta la tierra, junto a la orilla, pueden verse pequeños sargos y herreras. Alevines de sargos imperiales, siempre en parejas, pequeños y disciplinados. Nadan al unísono, atentos siempre a otros Diplodus. Aparentan ser peces tropicales rayados.

El exotismo de un mar cada día más deteriorado, pero que en sus espacios fronterizos, más cercanos a tierra, posee una riqueza de vida que no debe ser destruida por vertidos, pesca indiscriminada y acciones de ocio del más destructivo de los depredadores, el hombre.



Coris julis





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