Con la manipulación genética, la tecnología se convierte en la
nueva teología. No hay escrituras sagradas para la ciencia y el
código contenido en el ADN, el libro de los vivos, constituye el
último tabú desvelado por el hombre en su lucha por vencer las
enfermedades.
Las vacunas génicas o de ADN desnudo, que aún se encuentran en
experimentación, podrían constituir el avance más importante en la
historia de la inmunología. Tras ensayos positivos en animales, se
está estudiando su capacidad terapéutica en humanos.
Sin embargo, estas vacunas son inestables. Se teme que la
recombinación del ADN propio de la célula con el insertado por la
vacuna incremente la posibilidad de generar nuevos virus. Para
insertar el ADN en el interior de la célula, ha de abrirse un
vector en la membrana de esta, para lo que se emplean retrovirus.
Una de las hipótesis del origen del sida, que es precisamente un
retrovirus, sugiere que una vacuna con ADN de simios infectados
por su propio síndrome de inmunodeficiencia transmitió dicho mal a
los humanos.
Además, la mayoría de construcciones de ADN desnudo nunca ha
existido antes en la naturaleza, o si son naturales, no se
encuentran en esa cantidad. Por ello, todavía no se sabe si su
potencial beneficioso no se volverá en nuestra contra.
Anticuerpos monoclonales
La quimioterapia o los antibióticos son incapaces de distinguir
las células sanas de las enfermas y debilitan al paciente en unos
momentos en que necesita todas sus energías. Los anticuerpos
monoclonales conciertan dos viejas aspiraciones de la medicina:
que el cuerpo se convierta en fuente de su propia curación, y que
un fármaco actúe como una bala mágica que impacte en el centro de
la enfermedad sin afectar a ningún otro tipo de células.
Los anticuerpos monoclonales se obtienen a partir de un cultivo de
células tumorales, que son inmortales, cruzadas con un linfocito.
Ya se están empleando con fines diagnósticos, por su propiedad de
marcar las células, y con fines terapéuticos: la mitad de los que
están desarrollo se dirige contra el cáncer, y el resto tienen
como objetivos la psoriasis, las infecciones bacterianas, los
ataques cardíacos y el rechazo al trasplante de órganos.
Sin embargo, requieren niveles notables de tecnología y de
especialización profesional; los costes son generalmente muy
elevados, y en algunos casos dan lugar a una respuesta
inmunológica que les resta eficacia. Células suicidas
Los tumores crecen porque el mecanismo de muerte programada de las
células, la apoptosis, ha dejado de producirse debido a
modificaciones genéticas. La comprensión de esta mutación, que
inhibe la acción de las caspasas, las enzimas encargadas de
ejecutar la muerte celular, podría llevar a la reprogramación de
las células tumorales.
Una de las aplicaciones de la terapia génica al cáncer consiste en
el uso de genes que traten de corregir las mutaciones y salvar la
mayor cantidad de tejido. En caso de que la terapia no tenga
éxito, el gen ordena el suicidio de la célula, del mismo modo que
un cohete mal dirigido se autodestruye.
El problema reside en que la célula tumoral es muy resistente. El
tumor crece, fomenta el crecimiento de vasos para alimentarse y
viaja por el cuerpo provocando la metástasis en otros tejidos. Y
no sólo no muere cuando debiera, según su programa, sino que
resiste al efecto de fármacos que tratan de acabar con él, de modo
que las células suicidas no constituyen hoy más que una brillante
promesa.
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